¡QUE ASCO!

Se supo. Je…je…je… El chip del anticucho que engulló con ansias una vecina de Estación Central correspondía a un perro poodle. Al menos era un anticucho con pedigrí, no cualquier anticucho tipo “quilterri”. Al menos Firulais ya no es un perro detenido desaparecido. Sus amos saben cual fue su destino.

 

En calles, avenidas y estadios de Barbarilandia podemos degustar variados y enjundiosos ingenios nacionales. Sánguches de potito, creación culinaria de asqueroso aroma, compuesto por recto de vacuno o cerdo (o vaya a saber uno) acompañado de longaniza de quizá que procedencia y cebolla, aderezado con salsas de todo tipo refrigeradas bajo el sol abrazador de la capital.

 

Sopaipillas refritas con añadido de mostaza y ají. Anticuchos como el descrito y peores, asados entre grasientos y retorcidos fierros, en medio de una humareda que abarca todo el vecindario. Pequenes y encebollados. Tortillas de rescoldo amasado bajo la olorosa ala de doña Rosa. Pan amasado a medio tostar y a medio quemar. Huevos duros.  

 

Papas refritas escondidas bajo un grueso manto de kétchup, mayonesa, ají y mostaza. Completos embadurnados de mayonesa casera que de solo observarlos provocan diarrea a raudales ¡Y no es todo!

 

Puestos callejeros de colombianos, peruanos, haitianos y venezolanos han aportado con sus menjunjes; aderezos; salsas de todo tipo y colores; olores de difícil comprensión; mercaderías de inquietante procedencia, que dejan tras sí grasientas y degradadas veredas por las que es casi imposible transitar.

 

Es la barbarie culinaria nacional. Una exhibición de indolencia y temeridad de inescrupulosos vendedores y hambrientos consumidores. Y todos estos votan ¡Dios mío!